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No pasa nada

Caperucita reloaded

Caperucita reloaded CAPERUCITA ROJA

Caperucita fue tan insistente que su madre no pudo más que dejarle marchar. Afuera hay cosas horribles y ella es aún una niña. “Pero también están mis amigos y la abuela, y además debo ir”, aseguraba Caperucita, muy decidida. Su madre le prepara la merienda y la cesta y, mientras Caperucita se abriga bien con su capa roja, le da unas instrucciones muy claras: “No hables con desconocidos y date prisa en llegar a casa de tu abuela. Hazme caso y no podrá pasarte nada”.

La niña se adentra en el bosque fijándose en todo, sin mirar nunca atrás. A medida que va avanzando, ve cómo los cables y muelles retorcidos y punzantes dominan el paisaje donde antes había trepadoras húmedas de un hermoso color verde oscuro. Los enhiestos y poderosos árboles, que antaño recibían el fresco abrazo de la hiedra, dejan paso a enormes columnas de acero y chimeneas fabriles y el tupido suelo de hierba y hojas muertas en el que acostumbraba a serpentear la vida se transforma en un vertedero industrial a cada paso que da Caperucita. Todo esto estaba a punto de ponerla triste pero se acuerda de su abuelita, abraza su cesta y continua con paso firme su camino.

Cada vez está más oscuro y Caperucita escudriña lo que le rodea sin alcanzar a vislumbrar casi nada. De repente, tras una gigantesca maraña de alambres, se le abalanzan los brillantes ojos de un lobo. Pero su mirada no la enciende la noche y sus instintos de caza, sino un brillo metálico. Es un lobo mecánico, es decir: un lobo más espantoso que cualquier otro lobo. La tímida luz de la Luna se proyecta sobre su figura atroz. Caperucita por fin puede ver su pesado y chirriante cuerpo fabricado con restos de chatarra, tornillos y retales oxidados. El lobo se inclina sobre ella, clavando su abominable mirada en la cesta. Abre su bocaza serrada y con una voz grave, monocorde y sin aliento le escupe:

-Soy el lobo. Dámelo todo.

Caperucita vuelve la cabeza, finge calma y reemprende su marcha. El persistente olor del aceite quemado y el óxido le marea un poco todavía. El lobo hace crujir sus engranajes y la sigue. Le repite insistente: “Soy el lobo. Dámelo todo. Soy el lobo. Dámelo todo. Soy el lobo. Dámelo todo.” La niña se detiene.

-Tú no eres un lobo.

Caperucita aprieta los puños. El lobo estruja las placas de su morro herrado con sus descomunales garras de acero y latón afilado. Estaba claro que así no conseguiría nada, así que reta a la niña a un juego: una carrera. “Quien llegue antes a la casa de la abuela obedece al ganador”. Ella accede con gesto confiado y ambos toman un camino distinto. Caperucita, fuera de la vista del lobo, esconde el contenido de la cesta. La niña sale de la parte trasera de la casa y ve al lobo en la puerta de entrada, con algo parecido a una sonrisa de satisfacción en su cara.

-¡Ja! ¿Ves? ¡He ganado yo! ¡Siempre gano yo! Ahora dame tu cesta.

La decepción del lobo es enorme. ¿Magdalenas de frambuesa? ¿Zumo de naranja? ¿Para qué quiere un lobo mecánico todo eso? ¡No puede comérselo! ¿Para eso tanto esfuerzo?
Consumido por la rabia el lobo aplasta el contenido de la cesta hasta hacerlo miguitas. Sus patazas se movían en un resorte y producían un ruido infernal a cada pisotón.

-¡Te has quedado sin comida! ¡Pronto te quedarás sin nada!

El suelo tiembla cada golpe que arremete, cada vez más fuerte, cada vez con más ira. Está fuera de control, desatado. Su odio se alimenta a cada momento y él se deja llevar por él. Quizá porque solamente puede sentir eso... Caperucita se arroja contra la puerta y la golpea desesperada. No puede soportar más la escena: el lobo, ese engendro en ese paisaje gris desnaturalizado. Las tiernas manos de su abuela toman las suyas, poniéndole a salvo al interior del hogar y le abrazan. Se abrazan, al fin.

Caperucita saca el contenido de la cesta de su capa roja y lo entrega a su abuelita. Es una pequeña planta que Caperucita y su madre han criado en el jardín de su casa. El lobo mira por la ventana y ve dos sonrisas y una planta. Se queda paralizado y al fin entiende que no puede hacer nada. El lobo siente una pena infinita, por lo que es, por lo que será, por lo que nunca será. Al estar fabricado con engranajes y tuercas, no puede desahogarse llorando... así que está condenado a vagar solo hasta que deje de funcionar. Tras el odio sólo hay tristeza pero junto a la voluntad hay esperanza. De la pequeña planta, de la fresca, verde y aún pequeña planta, nacerán semillas, obtendrán injertos. De ellos, nacerán más plantas. Crecerán. Crecerán y crecerán. Y formarán un bosque. Y volverá la vida donde antes sólo había desechos y venenos industriales. Todo comenzará de nuevo.

1 comentario

O2wasting -

¡Un aplauso! Normalmente cuando leo los blogs de otra gente los encuentro aburridísimos, suelo perder el interés a las dos líneas, pero este relato me lo he leído de principio a fin y me ha encantado. Tiene riqueza, fluidez, sugerencia... Me gusta cómo escribes, sabes contar una historia. Cuando tenga tiempo echaré un ojo al resto de cositas. Por cierto, me gusta la imagen, ¿la has tomado prestada de algún sitio o es de fabricación casera?